Recuerdo que cuando yo era niña, mamá nos hacía rezar antes de comer y después de terminar también. «Gracias señor por la comida y que Dios nos repare más. Amén» se escuchaba en la mesa al finalizar nuestros alimentos.

Pero con el tiempo, las comidas fuera de casa mientras estaba en la universidad, esa costumbre en mi se fue desvaneciendo. No estaba peleada con Dios ni nada parecido, sino que el ritmo tan acelerado de mi vida de estudiante que también trabajaba, me hacía comer inclusive estando en el colectivo, por lo que en sí no había un ritual previo sino la acción de saciar el hambre en cualquier oportunidad que había.

Cuando la maternidad me hizo bajarle más de dos cambios a la vida, pues ciertas costumbres salieron a flote. Un día mi pequeño (el mayor) al sentarse a la mesa, junta sus manitas y dice «Gracias señor por los alimentos que nos regalas hoy, bendicelos y multiplicalos. Amén» justo antes de probar el primer bocado.

Lo había aprendido en su escuela, y bastó esta acción para reactivar en mi memoria esos recuerdos, y caer en cuenta que aunque no lo estaba haciendo mal, esa parte de la crianza de sus valores como individuo me estaba faltando. A partir de ese momento, mi niño de 3 años nos dio una lección.

Solemos agradecer cuando algo inusual pasa en nuestras vidas, pero no por aquellas cosas cotidianas que consideramos que siempre serán así.

Desde ese momento, comenzó la educación del agradecimiento por cada detalle: amanecer vivos, tener aire puro, agua limpia…Pero como los hijos, también se convierten en grandes maestros, una nueva enseñanza vino de la mano de mi segundo retoño.

Estando todavía en Venezuela, en plena crisis del 2018, yo hacía maromas para llevar a la mesa una alimentación balanceada y que los dejara satisfechos. Probé miles de recetas, tratando de rendir la comida para cuatro personas, y gracias a Dios lo lograba, aunque a veces la impotencia quería llevarse el triunfo.

Un día, Fabrizzio que apenas había cumplido sus 3 años, al terminar de comer me dice: «mamá, gracias por la comida», recogió su plato para llevarlo a la mesada, se fue al baño a asearse, y nos dejó a todos pensando.

Siempre vemos a nuestros padres como proveedores, sin pensar de dónde salen los recursos, y pareciera que eso es lo normal y lo natural, pero detrás de cada acción, también hay un esfuerzo que considero no lo valoramos al extremo de agradecerles por ello.

Esa enseñanza también se la debo a la señora Mónica Collazo, quien en su pequeña guardería cuidó de mis hijos, en diferentes épocas. Ella era partidaria de cambiar el chip, siempre me lo decía, y no solo yo sino todas las madres que le confiamos a nuestros pequeños, le estaremos agradecidas por ese empujón.

Ahora, ya con 16 y casi 9 años, mis hijos siguen con el hábito, y la alegría que me da escuchar a mi pequeño cuando me abraza y me dice: gracias por la comida mamá, me indica que a pesar de los errores que pueda cometer, estoy formando futuros grandes hombres.